martes, 18 de noviembre de 2014

EL DIABLO MURIÓ EN SALINA CRUZ


Llegó a Salina Cruz en un buque camaronero de Sinaloa.

De unos cuarenta y cinco años, alto como de dos metros y fornido. De tez blanca, cabeza cuadrada, nariz aguileña, bigote de alacrán y enorme y ancho mentón.

Vestía un pantalón de mezclilla, botas de cuero y camiseta de color claro, portando un enorme puñal en el cinturón.

Le decían "El Diablo" porque ningún nombre podía describir mejor su comportamiento irascible, agresivo, irracional y asesino.

Entraba a los restaurantes y si no le daban de comer gratis causaba destrozos y golpeaba a los meseros. 

Robaba lo que le gustaba y posteriormente lo destruía con saña. Las mujeres le temían y huían ya que tenía fama de abusador sexual.

Hasta la policía le tenía miedo, por eso no lo detenían, y solamente deseaban que algún día regresara por donde llegó. Pero el Diablo no tenía la intención de irse. En ningún lugar le habría resultado tanto respeto su ferocidad como en Salina Cruz.

Los crímenes que cometía eran celosamente callados por la población y por la policía.

El Diablo escogió la enorme cantina principal de Salina Cruz como su despacho personal y aquel que osara sentarse en su mesa favorita, ubicada estratégicamente en el mejor lugar dentro de esa cantina,  generalmente acaba apuñalado, por lo que esa mesa era respetada por todos los salinacrucenses.

Llegó un día a Salina Cruz un pasante de medicina para realizar sus prácticas profesionales y pareciéndole agradable la mesa vacía bien ubicada de la enorme cantina, tomó asiento y solicitó una cerveza bien fría.

Todo mundo le sugirió que no ocupara esa mesa, pero nadie le decía el por qué.

Tal vez porque el rostro de aquel pasante de medicina parecía angelical y probablemente el Diablo no lo tocaría, o tal vez porque emanaba de ese rostro una determinación que parecía por lo menos igual a la del Diablo.

En cierta forma, el Diablo tenía en la mirada a la muerte, pero un estudiante de medicina sabe que la muerte le resultará sólo una natural compañera de su profesión.

Sin embargo, aquel joven estudiante de medicina no atendió ni comprendió las invitaciones para dejar esa mesa y empezó a beberse la fría cerveza en medio de la mirada curiosa y atenta de todos los parroquianos, porque ese momento era la hora en que llegaba el Diablo para sentarse precisamente en ese espacio, en su mesa favorita.

Efectivamente, el Diablo entró pateando las sillas y sorprendido notó que su mesa favorita estaba ocupada por el hombre de blanco.

Lo miró en franco desafío, pero el joven practicante de medicina ni se inmutó.

Un silencio helado reinaba en la cantina, esperando que el Diablo cometiera uno de sus nuevos crímenes. Pero el Diablo oteaba desconcertado, había algo en los ojos de ese estudiante de medicina que no cuadraba con sus víctimas, de modo que derribó la mesa con furia, haciendo caer la botella de cerveza que se partió en el piso en mil pedazos y tomando por el cuello de la bata blanca a aquel joven le gritó en la cara:

--"¡Hijo de tu tal por cual! ¿Qué haces en mi mesa favorita? ¡Qué haces en mi mesa favorita!”

El médico abría los ojos sorprendidos, pues hasta ese momento comprendió que esa mesa le pertenecía a un loco, mientras el Diablo, escupiéndole el rostro lo tiró con fuerza al piso y empuñando su enorme puñal, amenazante hizo un giro al aire como si partiera en dos a alguien.

Tiró las mesas que estaban cerca y brindándole un fuerte puntapié en el brazo al médico que se incorporaba le gritó: “¡Lárgate o te mato, no quiero volverte a ver nunca! ¡Nunca vuelvas a entrar a esta cantina porque te mato, ¿lo oíste bien?, te mato, hijo de tu tal por cual!”

El médico salió desconcertado de la cantina, mientras que, rápidamente, los meseros levantaban la mesa y la silla del Diablo y le ponían una botella de tequila, limones y botanas.

La gente respiró tranquila y todos hicieron como si no hubiera pasado nada. Todos juraban que esa era la última visita del médico a esa cantina.

Al día siguiente, como a la misma hora, ingresó a la cantina el mismo estudiante de medicina, todo vestido impecablemente de blanco, ante la mirada atónita de los parroquianos, ocupó la misma mesa del día anterior y pidió que le sirvieran una cerveza.

Un murmullo general invadió el lugar, incluso, varias personas salieron para regresar con mucho más gente. Parecía que todo Salina Cruz se había dado cita en esa cantina, que se había convertido en un inusitado auditorio de curiosos, esperando presenciar el nuevo e irremediable crimen del Diablo.

No tuvieron que esperar mucho, cuando el Diablo entró pateando las mesas y empujando a los curiosos que le obstruían el paso. Se detuvo en seco mirando a la misma persona vestida de blanco sentado nuevamente en su mesa favorita, rápidamente empuñó su filoso puñal, que brilló como un rayo por los aires, y con los ojos desorbitados y el rostro rojo de ira se lanzó sobre el impávido y solitario pasante de medicina.

Justo cuando se echó sobre el aspirante a galeno, se escuchó el seco sonido de un disparo de pistola.

Momentáneamente los dos cuerpos quedaron congelados frente a frente. El diablo con el rostro lleno de ira y de sorpresa y con el puñal amenazante. El médico, sentado, esperando el golpe fatal.

De pronto, se dibujó una mancha de sangre que iba creciendo sobre la camiseta del Diablo, que éste intentaba detener con su mano izquierda y mirando con sorpresa al médico, cayó pesadamente al piso, mientras sus ojos se ponían en blanco y sus piernas registraban un involuntario temblor.

Entre los asistentes se escuchó una voz de mujer que gritó por inercia: “¡Llamen a un doctor!”, pero el único doctor que había en el lugar, contemplaba con atención las últimas reacciones del Diablo, mientras ocultaba entre su impecable bata blanca, una pistola automática calibre 38 súper.

La policía llegó de inmediato y no pudieron evitar una sonrisa de satisfacción cuando vieron al Diablo tirado en el piso en medio de un enorme charco de sangre.

Como es de rigor, el comandante preguntó a todos en voz alta, “¿Alguien me puede decir qué pasó aquí?”

Pero la educada población de Salina Cruz no dijo nada y todos retomaron sus mesas como si se tratara de un día de fiesta.

El dueño de la cantina se acercó al comandante y le dijo, “No vimos nada, sólo la sombra de una persona desconocida que salió corriendo”.


El comandante se dirigió entonces al único doctor que tenía casi enfrente y le preguntó si el sujeto tendido en el piso tenía alguna salvación. Pero aquel joven pasante de medicina, movió la cabeza negando con resignación, mientras decía: "No tiene remedio, parece que le dieron un balazo que le perforó el corazón" y volteando su silla hacia su mesa, ordenó otra cerveza.

(Esta narración la publiqué originalmente en el blog "Oaxaca" www.jesusedgar.blogspot.mx La presente es una versión editada.)

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