Llegó a Salina Cruz en un buque camaronero de
Sinaloa.
De unos cuarenta y cinco años, alto como de dos
metros y fornido. De tez blanca, cabeza cuadrada, nariz aguileña, bigote de
alacrán y enorme y ancho mentón.
Vestía un pantalón de mezclilla, botas de cuero
y camiseta de color claro, portando un enorme puñal en el cinturón.
Le decían "El Diablo" porque ningún
nombre podía describir mejor su comportamiento irascible, agresivo, irracional
y asesino.
Entraba a los restaurantes y si no le daban de
comer gratis causaba destrozos y golpeaba a los meseros.
Robaba lo que le
gustaba y posteriormente lo destruía con saña. Las mujeres le temían y huían ya
que tenía fama de abusador sexual.
Hasta la policía le tenía miedo, por eso no lo
detenían, y solamente deseaban que algún día regresara por donde llegó. Pero el
Diablo no tenía la intención de irse. En ningún lugar le habría resultado tanto
respeto su ferocidad como en Salina Cruz.
Los crímenes que cometía eran celosamente
callados por la población y por la policía.
El Diablo escogió la enorme cantina principal
de Salina Cruz como su despacho personal y aquel que osara sentarse en su mesa
favorita, ubicada estratégicamente en el mejor lugar dentro de esa
cantina, generalmente acaba apuñalado,
por lo que esa mesa era respetada por todos los salinacrucenses.
Llegó un día a Salina Cruz un pasante de
medicina para realizar sus prácticas profesionales y pareciéndole agradable la
mesa vacía bien ubicada de la enorme cantina, tomó asiento y solicitó una
cerveza bien fría.
Todo mundo le sugirió que no ocupara esa mesa,
pero nadie le decía el por qué.
Tal vez porque el rostro de aquel pasante de
medicina parecía angelical y probablemente el Diablo no lo tocaría, o tal vez
porque emanaba de ese rostro una determinación que parecía por lo menos igual a
la del Diablo.
En cierta forma, el Diablo tenía en la mirada a
la muerte, pero un estudiante de medicina sabe que la muerte le resultará sólo
una natural compañera de su profesión.
Sin embargo, aquel joven estudiante de medicina
no atendió ni comprendió las invitaciones para dejar esa mesa y empezó a
beberse la fría cerveza en medio de la mirada curiosa y atenta de todos los
parroquianos, porque ese momento era la hora en que llegaba el Diablo para
sentarse precisamente en ese espacio, en su mesa favorita.
Efectivamente, el Diablo entró pateando las
sillas y sorprendido notó que su mesa favorita estaba ocupada por el hombre de
blanco.
Lo miró en franco desafío, pero el joven
practicante de medicina ni se inmutó.
Un silencio helado reinaba en la cantina,
esperando que el Diablo cometiera uno de sus nuevos crímenes. Pero el Diablo oteaba
desconcertado, había algo en los ojos de ese estudiante de medicina que no
cuadraba con sus víctimas, de modo que derribó la mesa con furia, haciendo caer
la botella de cerveza que se partió en el piso en mil pedazos y tomando por el
cuello de la bata blanca a aquel joven le gritó en la cara:
--"¡Hijo de tu tal por
cual!
¿Qué haces en mi mesa favorita? ¡Qué haces en mi mesa favorita!”
El médico abría los ojos sorprendidos, pues
hasta ese momento comprendió que esa mesa le pertenecía a un loco, mientras el
Diablo, escupiéndole el rostro lo tiró con fuerza al piso y empuñando su enorme
puñal, amenazante hizo un giro al aire como si partiera en dos a alguien.
Tiró las mesas que estaban cerca y brindándole
un fuerte puntapié en el brazo al médico que se incorporaba le gritó: “¡Lárgate
o te mato, no quiero volverte a ver nunca! ¡Nunca vuelvas a entrar a esta
cantina porque te mato, ¿lo oíste bien?, te mato, hijo de tu tal por cual!”
El médico salió desconcertado de la cantina,
mientras que, rápidamente, los meseros levantaban la mesa y la silla del Diablo
y le ponían una botella de tequila, limones y botanas.
La gente respiró tranquila y todos hicieron
como si no hubiera pasado nada. Todos juraban que esa era la última visita del
médico a esa cantina.
Al día siguiente, como a la misma hora, ingresó
a la cantina el mismo estudiante de medicina, todo vestido impecablemente de
blanco, ante la mirada atónita de los parroquianos, ocupó la misma mesa del día
anterior y pidió que le sirvieran una cerveza.
Un murmullo general invadió el lugar, incluso,
varias personas salieron para regresar con mucho más gente. Parecía que todo
Salina Cruz se había dado cita en esa cantina, que se había convertido en un
inusitado auditorio de curiosos, esperando presenciar el nuevo e irremediable
crimen del Diablo.
No tuvieron que esperar mucho, cuando el Diablo
entró pateando las mesas y empujando a los curiosos que le obstruían el paso.
Se detuvo en seco mirando a la misma persona vestida de blanco sentado
nuevamente en su mesa favorita, rápidamente empuñó su filoso puñal, que brilló
como un rayo por los aires, y con los ojos desorbitados y el rostro rojo de ira
se lanzó sobre el impávido y solitario pasante de medicina.
Justo cuando se echó sobre el aspirante a
galeno, se escuchó el seco sonido de un disparo de pistola.
Momentáneamente los dos cuerpos quedaron
congelados frente a frente. El diablo con el rostro lleno de ira y de sorpresa
y con el puñal amenazante. El médico, sentado, esperando el golpe fatal.
De pronto, se dibujó una mancha de sangre que
iba creciendo sobre la camiseta del Diablo, que éste intentaba detener con su mano
izquierda y mirando con sorpresa al médico, cayó pesadamente al piso, mientras
sus ojos se ponían en blanco y sus piernas registraban un involuntario temblor.
Entre los asistentes se escuchó una voz de
mujer que gritó por inercia: “¡Llamen a un doctor!”, pero el único doctor que
había en el lugar, contemplaba con atención las últimas reacciones del Diablo,
mientras ocultaba entre su impecable bata blanca, una pistola automática calibre
38 súper.
La policía llegó de inmediato y no pudieron
evitar una sonrisa de satisfacción cuando vieron al Diablo tirado en el piso en
medio de un enorme charco de sangre.
Como es de rigor, el comandante preguntó a
todos en voz alta, “¿Alguien me puede decir qué pasó aquí?”
Pero la educada población de Salina Cruz no dijo
nada y todos retomaron sus mesas como si se tratara de un día de fiesta.
El dueño de la cantina se acercó al comandante
y le dijo, “No vimos nada, sólo la sombra de una persona desconocida que salió
corriendo”.
El comandante se dirigió entonces al único
doctor que tenía casi enfrente y le preguntó si el sujeto tendido en el piso
tenía alguna salvación. Pero aquel joven pasante de medicina, movió la cabeza negando
con resignación, mientras decía: "No tiene remedio, parece que le dieron
un balazo que le perforó el corazón" y volteando su silla hacia su mesa, ordenó
otra cerveza.
(Esta narración la publiqué originalmente en el blog "Oaxaca" www.jesusedgar.blogspot.mx La presente es una versión editada.)
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