martes, 2 de junio de 2020

EL VIAJE A MARTE











Foto Jelg: "Cartolandia" (Detalle) Ana Serrano. MUPO, 2019.


José abordó el camión suburbano que se dirigía a la Ciudad de México.

Ocupó un asiento hasta atrás junto a un señor de la tercera edad con sombrero, que trataba de equilibrar una bolsa de mandado sobre sus piernas. Le llamó la atención la bolsa, “¿Qué podría cargar ese hombre?”

El anciano reparó en la inquietud de José y señalándole la bolsa le dijo, “Traigo la cabeza de una mujer-- y al ver cómo se asustaba le aclaró-- ¡Ja, ja! No es cierto. Es herramienta que voy a llevar a la casa de empeño, no sea miedoso.”

José se mordió los labios, iba a decir algo, pero le ganó la risa.

Poco a poco iban subiendo los últimos pasajeros y detrás de ellos el despachador que contó los lugares y le dijo al chofer: “¡Sales mi negro, vas con cuatro vacíos!”.

El conductor estaba concentrando mirando hacia el frente con sus largos brazos sobre el volante, tomó unas monedas del tablero y se las entregó de mala gana al despachador, éste las recibió al tiempo que le decía: “¡Uy, uy, uuuy! ¿Te enojaste porque te dije negro? ¡Chale, no aguantas nada! ¡Jálele mi blanco! ¡Ándele! ¡Adiós, güeritoooo!” y se bajó entre carcajadas.

Al acelerar el camión, un rugido como de léon invadió el interior del autobús junto con un olor penetrante a diésel quemado.

José miró la hora en su teléfono celular barato que parecía de juguete. Eran las 04:00 de la madrugada. Si no hay contratiempos llegaría a la ciudad las 05:30 y de ahí se trasladaría en metro para llegar a su trabajo donde se desempeñaba como el vigilante más joven a sus 17 años.

Confirmó que llevaba su uniforme en la mochila y se encontró una manzana que cargaba de semanas atrás, “A ver cuánto dura.” Sonrió al recordar que un amigo deportado de Estados Unidos  le aseguró que la fruta que viene de allá es transgénica y por eso dura más tiempo, cumpliendo al pie de la letra el dicho que dice: “California, flores sin olor, frutas sin sabor y mujeres sin amor”.

Cerró los ojos para dormir un poco, pero en ese momento el chofer puso música con un volumen muy intenso. Hasta los vidrios de las ventanas vibraban como si fueran a estrellarse.

José sentía las trompetas de una cumbia muy rítmica detrás de la nuca: “Con esa música, hasta parece viernes en la noche, no lunes en la mañana.”

Se imaginó que el viaje ideal para descansar sería al planeta Marte, dura 300 días como lo leyó en una revista: “Estaría durmiendo  todo el tiempo. En el espacio siempre es de noche.”

La mayoría de los 40 pasajeros, no obstante, dormían sin que les molestara el ruido del motor, ni la música, ni los brincos por los topes.

Cuando el camión dejó atrás los últimos caseríos de esa ciudad marginal para meterse al libramiento que los conduciría hacia la autopista, José empezó a cabecear.

Una pesadez se adueñó de sus párpados y de todo su cuerpo.
El ruido se volvió un arrullo y soñó que estaba en la base de autobuses con destino al planeta Marte, pero el camión no tenía puertas y que él no podía subir. Entonces vio que una mujer ocupaba su asiento, pero en realidad se trataba de una cabeza sin cuerpo que su compañero de viaje le mostraba por la ventana.
Con dificultades logró despertar de esa pesadilla y observó a su vecino de asiento que roncaba profundamente. Todo seguía normal. Checó su teléfono, se había dormido media hora.

Todavía estaba oscuro. El camión iba en la autopista por la zona boscosa. Hacía frío y había neblina. De repente, dos pasajeros se levantaron de sus asientos, uno adelante y otro atrás, con gorras y cubrebocas y gritaron al mismo tiempo: “¡Este es un asalto!”.

Esas palabras mágicas despertaron a todos, pero los más sorprendidos fueron los dos hombres armados que se miraban con sorpresa.

Uno de ellos gritó: “¡Tú no vas a asaltar a nadie, hijo de tu cual por tal! ¡Esta es mi ruta! ¡Así que te bajas con quien vengas o hasta aquí llegaste!”

El otro le contestó: “¡Pues el que se va a bajar eres tú y tus acompañantes porque esta ruta es mía!

Sin mediar más dispararon y al instante ambos cayeron fulminados en medio de un intenso olor a pólvora y entre los gritos y los chillidos de la gente.

El chofer se estacionó en la orilla de una curva pronunciada. El camión parecía que se iba a voltear de lado en cualquier momento.

Bajó el volumen de la música y encendió las luces internas que cegaron momentáneamente a los pasajeros.  Se puso de pie. Era un mulato alto, delgado y de avanzada edad y se quedó mirando la escena con cara de susto. Nadie dijo nada.

José miró el cuerpo que yacía sobre el pasillo: “¡Qué buen tino, le dio entre ceja y ceja, este cuate ya se peló!”

El mulato revisó al otro asaltante: “Pues a este le han de haber dado con un cañón porque le reventó la cabeza”.

Una mujer sugirió: “Hay que llamar a la policía… pero en este tramo no hay señal de teléfono.”

El chofer preguntó: “¿Qué hacemos?”

Silencio total.

Desde atrás se oyó la voz de un joven: “¡Llévatelos a tu casa!” y todos se rieron.

José preocupado por no llegar tarde a su trabajo dijo con naturalidad: “¿Y si los bajamos y nos vamos?”

Una señora robusta muy arreglada se dirigió a todos: “Sí, hay que bajarlos, pero éstos no vienen solos—y observó con ojo clínico a las personas del autobús y continuó-- así que quienes no los quieran bajar son sus cómplices”.

Nuevamente todos los pasajeros se quedaron inspeccionándose en un silencio incómodo.

De manera espontánea, dos pasajeros que iban adelante y dos de atrás tomaron, respectivamente, a cada uno de los asaltantes muertos y los bajaron. Unos por la puerta de adelante y otros por la puerta de atrás.

El chofer pateó la pistola hacia afuera y José hizo lo mismo con él arma de atrás.

La señora entonces se dirigió al chofer: “Esos son sus cómplices, yo los conozco, unos nos asaltan en la mañana y los otros en la noche, pélate o nos van terminar de robar.”

El conductor saltó con agilidad al volante y aceleró con brusquedad.

Por un momento solo se escuchaba el ruido del motor en la autopista. Los pasajeros callados miraban  hacia el frente, estaban tensos y asustados.

El chofer dijo en voz alta “Esto es una mierda. Salí de Guerrero porque el crimen me cobraba derecho de piso por mi taxi. Llego aquí y así me reciben. ¿Qué sigue? ¿Más atracos? ¿Más muertos?"

La señora de adelante le contestó: “Ya no se puede vivir así. Son chingaderas. Los gobiernos no hacen nada. No les importa la vida de los ciudadanos. En esta ruta viaja el pueblo humilde y trabajador, el estudiante deseoso de servir con su profesión a la Patria, la madre soltera que va a trabajar con la ilusión de ganarse el pan de cada día para darle de comer a su criatura que le cuida la abuela. Este sistema está hecho para hundir más al pobre, pese a toda la palabrería de gobiernos que van y gobiernos que vienen. ¡Todos son iguales! ¡Todos son una mierda!”

El vecino de José también reflexionó en voz alta: “En los asaltos a las camiones de este rumbo han muerto muchos hombres y mujeres inocentes, gente trabajadora que se han negado a entregar sus pertenencias. No es gente con lujos o dinero, sino personas humildes. ¡No es justo!”

José echó su cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. Imaginó que un viaje al planeta Marte sería más seguro. Se incorporó de pronto: “¡No! ¡Qué tal si entre los pasajeros van delincuentes! Sería más riesgoso un atraco en el espacio. ¡Ni Dios lo mande!”

La música volvió a sonar con intensidad. La sabrosa guaracha que se escuchaba ahora parecía música de funeral por la cara de los pasajeros.

El alba empezaba a dibujarse débilmente. A escasos kilómetros se veía ya el monstruo urbano como polvo de oro regado sobre terciopelo negro.

José consultó la hora en su celular, ¡Las seis!, ya se le hizo tarde.

Tristes y desconcertados los pasajeros se prepararon para el descenso próximo, la mayoría tenía un sabor amargo y a pólvora en la boca. Hubieran deseado que el trayecto fuera más largo, tal vez a Marte y que nadie los despertara.

El señor del sombrero que acompañaba a José en su asiento, intentando acomodar su bolsa de mandado sobre sus piernas, se dirigió hacia él: “Estos infelices, ¡por poco nos dejan sin tragar! ¿no?"

José hizo una mueca, le mostró su teléfono celular y expresó: “¡Jodido que roba a jodido!”

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