viernes, 25 de noviembre de 2016

El pene de Da Vinci

El maravillo libro "La Vida Amorosa en el Mundo Animal" de Herbert Wendt(Noguer, Barcelona, 1964)  rescata un simpático texto que escribió Leonardo Da Vinci sobre el pene.

Hay que recordar que el Da Vinci dejó innumerables escritos de su obra y que afortunadamente es posible conocer parte de su legado intelectual.

De hecho, una característica de sus escritos es un bien elaborado humor, que es la línea que predomina en este escrito sobre el miembro sexual masculino.

A continuación el texto como aparece en el mencionado libro:

El miembro "se halla relacionado con el entendimiento y a veces tiene un entendimiento propio.

"A veces se muestra reacio y trata de salirse con la suya, a pesar de que la voluntad del hombre es excitarlo; y a veces se excita por sí mismo, sin permiso del hombre, despierto o dormido y hace lo que quiere.

"A veces el hombre duerme pero él está despierto, y a veces el hombre está despierto, pero él duerme.

"A veces quisiera el hombre usarlo, pero él no tiene ganas, y a veces él tiene ganas, pero el hombre se lo prohíbe. Por lo tanto, parece como si esta cosa viva tuviera sentimientos propios y un entendimiento independiente del del hombre, y creo que el hombre no es justo al avergonzarse de nombrarlo, y no digamos de exhibirlo. Al contrario, lo cubre y esconde siempre, aunque en realidad tendría que adornarlo y mostrarlo solemnemente al igual que un ayudante idóneo".


lunes, 24 de octubre de 2016

Espermatozoides sin padre

La historia de la ciencia está llena de anécdotas y curiosidades.

La siguiente reflexión y datos principales se basan en el extraordinario libro “La vida amorosa en el mundo animal” de Herbert Wendt, un clásico editado por Noguer en México en 1964.

A pesar de que desde la antigüedad presocrática ya se tenía conocimiento del semen no es sino hasta 1677 cuando se descubrió que éste se componía de espermatozoides, y desde este año hasta la fecha, se desconoce bien a bien quién fue su verdadero descubridor.

Para llegar a este conocimiento se tuvo que zanjar tortuosos caminos de prejuicios y limitaciones técnicas que van de la antigüedad hasta las postrimerías de la Edad Media y los inicios de la Ilustración.

Quiso el destino que fuera un aficionado a la ciencia quien contribuyera de manera decisiva al conocimiento científico a través de la invención del microscopio.

Se trata de Antonij Van Leeuwenhoek, que entre otros trabajos fue contador de una tienda de tela, conserje de escuela y empleado municipal, que en su tiempo libre perfeccionaba la visión a través de las lentes de aumento.

Esto le permitió construir un potente microscopio con el que se dedicó a ver cuánto tenía a su alcance y que sin tener una carrera  universitaria fue honrado como miembro de la prestigiosa asociación científica Royal Society de Londres, gracias a la documentación de sus observaciones a través de su invento.

Según se sabe, ese año de 1677, un joven universitario le llevó a su estudio a Leeuwenhoek una muestra de semen de un hombre enfermo que tenía poluciones nocturnas. Leeuwenhoek observó en el microscopio la muestra y se sorprendió de la cantidad de esos “animalillos” que pululan en ese líquido. El nombre del joven “descubridor” se perdió porque el mismo Leeuwenhoek no lo documentó, lo que dio pie para que varios países se disputen la nacionalidad del joven y hasta proponen su nombre.

Leeuwenhoek, impulsado por miembros de la Royal Society, dedicó gran parte de su tiempo a estudiar el contenido del semen de hombres y animales y los nombró “espermatozoides” proponiendo que su función sería estrictamente la de reproducir la vida. (No sería sino hasta 1875 cuando un zoólogo apreció en el microscopio la fecundación del óvulo femenino.)

Sin ser científico, el buen funcionario municipal, había dado en el clavo y de paso abrió la puerta a una nueva perspectiva en las discusiones sobre el origen de la vida. En una época donde históricamente estaba prohibido estudiar directamente al cuerpo humano---hazaña solo superada por Da Vinci---, Leeuwenhoek se aplicó al penoso estudio de una de las partes más íntimas del ser humano: su líquido eyaculatorio.

Antonij Van Leeuwenhoek es considerado el padre de la microbiología y ocupa un lugar distinguido al lado de hombres de ciencia que han contribuido al triunfo de la razón y la inteligencia, aunque es muy probable, que debido a los enormes prejuicios de la época, él haya desviado la atención de la osadía de su enorme curiosidad, atribuyéndole a un estudiante la audacia de ver el semen bajo el microscopio.


Esto es, que dadas las circunstancias, es muy probable que Leeuwenhoek haya sido el único responsable de dicho descubrimiento, es decir, el auténtico padre---literalmente---, de sus propios espermatozoides.

martes, 5 de julio de 2016

La más grande hazaña bélica del orgullo gay

Sucedió en la Grecia antigua.

Entonces no existía el Estado Griego, sino ciudades rivales que hacían del arte de la guerra el deporte nacional como Atenas, Tebas y Esparta.

Aunque todos contaban con ejércitos, nadie superaba en tamaño y buena fama a los poderosos soldados espartanos.

Por eso, cuando Esparta, en alianza con Persia, invadió Beocia, territorio de Tebas, se generó una reacción que tras un golpe de estado llevó a la cabeza de Tebas a uno de sus principales líderes, Pelópidas, a quien describen como joven y patriota.

El nuevo jefe Pelópidas, apenas asumió el cargo, declaró la guerra “Santa” contra Esparta y nombró como general de la milicia tebana a su pareja homosexual Epaminondas.

La información que existe sobre Epaminondas refiere a un hombre joven y disciplinado, casi un asceta, que tenía muchas habilidades como estratega de guerra. Tal vez por ese motivo, en su ejército que sumó seis mil hombres, incorporó una partida de 300 homosexuales, que eran parejas.

Especialistas de la historia antigua de Grecia coinciden en señalar que la homosexualidad en esos tiempos en la sociedad griega era como una pose intelectual---sin amaneramientos ni estridencias, no afeminados ni travestis---, por lo que era de lo más normal que un hombre se enamorara de una mujer o de un hombre, o de ambos, sin causar la más mínima contrariedad social.

Como sea, el objeto de formar un grupo de guerreros homosexuales, iba más allá de la intención de brindarle un día de campo a la comunidad gay, como quedaría demostrado en una de las batallas en que ellos participaron y que vendría a modificar el modelo de combate en el mundo griego antiguo.

Hasta entonces, el poderoso ejército Espartano, formado por más de diez mil bravos y experimentados combatientes, mantenía una concentración que atacaba directamente el centro de la formación militar contraria, acabando en un dos por tres con el enemigo. Epaminondas, que estudiaba pacientemente este modelo ideó la forma de atacar a los espartanos por los lados, ubicando por el flanco derecho al grupo de las 150 parejas de soldados homosexuales.

El encuentro fue en Leuctra y no es difícil imaginar que el experimentado y triunfante ejército espartano subestimó a unos retadores sin una trayectoria militar sólida y cuyo número de combatientes apenas si alcanzaba la mitad del número de los efectivos espartanos.

Acaso, los generales espartanos habrían imaginado que sería como una práctica de rutina, que vencerían rápidamente al enemigo y que continuaría el avance de su intentona hegemónica.
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Pero ya en pleno combate, cuando la avanzada espartana sumió su poderoso frente al centro de la formación enemiga, que penetró con escasa resistencia, se dieron cuenta muy tardíamente que habían sido abrazados por las poderosas tenazas del ejército tebano.En el flanco derecho, los 300 homosexuales atacaban al enemigo como si fuera la primera y última batalla en su vida, cada uno de ellos era responsable de la seguridad del otro, de su pareja sentimental y militar, y bajo las arengas, el entrenamiento y el adoctrinamiento de Epaminondas, aquello fue un verdadero infierno para los espartanos a los que la burocrática práctica del ataque frontal había mostrado su talón de Aquiles y su decadencia.

Fue una batalla sanguinaria como parte de lo que Pelópidas había denominado la “Guerra Santa” y en congruencia con esa estrategia, Epaminondas, denominó a sus huestes como el “Ejército   Sagrado”.

Pero la guerra puede ser todo, menos sagrada, y así lo mostraba la furia de la guerra por ambos lados, ante los gritos de terror que intimidaban al enemigo y se confundían con el golpe seco de las espadas contra los cascos y los escudos en medio de aquellas nubes de polvo, teñidas con el púrpura sangriento que emanaba como una lluvia en la que, en cada gota, escapaba la vida de los guerreros.

Contrario a su tradición, muchos espartanos heridos y lastimados en su orgullo hasta la médula, pelearon hasta el último suspiro, evidenciando su fracaso por el número de sus muertos dispersos en el campo de batalla, mientras el ejército tebano y especialmente los homosexuales, los perseguían con una furia desatada que solo colmaba el filo de las espadas al chocar con los huesos del enemigo.

Al caer la tarde, los últimos rayos del sol, irónicamente rojizos, alumbraron aquel paraje sembrado de cadáveres de espartanos, como una carnicería sin piedad, mientras los soldados tebanos alzaban en hombros a su general Epaminondas y festejaban con júbilo por haber vencido al ejército más poderoso de la época.

Como sucede con las novedades en la guerra, pronto el ejército de Epaminondas, con su avanzada de homosexuales construyó una fama que se extendió por otras batallas y otras conquistas, aunque el gran general falleció en la batalla de Emantinea, en el 362 a.C., en la que también venció.

Epaminondas pasó así a la historia, como un patriota y estratega que no sólo modificó las reglas del combate, sino también, como  un hombre que reconoció la valentía y la convicción de los homosexuales para la guerra, integrando, sin duda, el primer gran ejército de ese tipo en la historia, con muy honrosos resultados para la satisfacción y el orgullo gay.

(La información de partida para este artículo está en el extraordinario y ampliamente recomendado libro: “Historia de los Griegos” de Indro Montanelli, Plaza & Janes, Barcelona, 1983.)