sábado, 6 de mayo de 2023

MATAPERROS

El hombre despedía un intenso olor a perfume dulce.

A pesar de la noche oscura y calurosa vestía un traje negro bien planchado con una corbata roja, con doble nudo, que destacaba sobre su camisa blanca. 


En realidad era de estatura pequeña, pero debido a su delgadez extrema parecía alto.


Cabeza grande con escaso cabello peinado hacia atrás y pegado al cráneo. Cejas delineadas, nariz aguileña, ojos sumidos y pequeños, pómulos sobresalientes y labios apenas visibles en una boca que parecía una pequeña línea horizontal trazada de mala gana sobre su rostro triangulado, inexpresivo y con un mentón afilado y prominente.


Ocupó una mesa blanca de plástico y sin mantel, que era la más alejada del puesto de tacos ambulante ubicado sobre la avenida, junto al parque principal del municipio. Las sillas blancas, también de plástico desgastado mostraban rótulos de una marca de refrescos. Parecía un invitado solitario en una fiesta callejera que todavía no empezaba.


“Buenas noches”, le dijo un mesero con sobrepeso, de ojeras profundas y barba de varios días sin rasurar, que le extendió una grasienta hoja con el menú y la que el hombrecito rechazó horrorizado. Sin recibirla ordenó tres tacos de bistec sin cilantro, sin cebolla y sin chile y dos tacos al pastor a la plancha, igual, sin nada, únicamente la tortilla y la carne y para beber un refresco de agua mineral.


Antes de retirarse, el mesero pasó un trapo húmedo sobre la mesa, quitando una gruesa capa de polvo acumulado.


El hombrecito levantó la mirada sobre el paisaje, muchos puestos callejeros y pocos clientes. Escaso tránsito de automóviles y uno que otro grupo de jóvenes conversando en voz alta con risas y malas palabras, mientras se dirigían a algún lugar.


Pasó los dedos de su mano izquierda por el borde de su reloj de pulso que tenía en la muñeca derecha, en la que le faltaba el dedo índice. Vio la hora sin importarle y alisó la manga de su saco. Era un como un ritual inconsciente que repetía a cada rato.


Levantó la vista de nuevo y se percató de la presencia de tres perros callejeros frente a su mesa, que lo contemplaban en silencio y con atención, sentados sobre sus patas traseras y en quietud total como si fueran estatuas plantadas en el pavimento.


En ese momento, se acercó el mesero y acomodó indiferente sobre la superficie de plástico unos recipientes con salsa, limones y cebolla revuelta con chile habanero, un salero, un servilletero y el agua mineral. En seguida trajo los tacos humeantes y olorosos a grasa y carne cocida que le generaron saliva a los perros, que se mantenían en su actitud inmóvil y atenta.


-Sí se le ofrece algo más, me hace una seña y vengo. Dijo el mesero y se retiró arrastrando los pies.


El perro más grande era el más viejo, con una enorme cabeza que los veterinarios llaman “braquicéfala”, como producto de una revoltura de razas callejeras degeneradas entre boxer y rottweiler y con visibles cicatrices de un largo historial de peleas. Sus ojos eran saltones, encarnados y rojizos, parecían la mirada triste de alguien acostumbrado a una vida dura y violenta y su pelambre era más bien cochambroso.


A su lado, una perra negra, de ojos tristes, con cabeza tipo bulldog y una hilera colgante de tetillas vencidas, descoloridas y desgastadas y enseguida un perro más joven de color café, corriente y que tenía la pata delantera derecha encogida como producto de algún accidente.


El comensal miró a los perros con desprecio.


Respiró con profundidad y se recargó con desgano en el respaldo de la silla.


Recordó un lejano suceso de su niñez, cuando un perro callejero le arrebató un pan de la mano y de paso le arrancó el dedo índice. Al tiempo que evocaba esa experiencia, dos gruesas venas azuladas empezaban a dibujarse sobre su frente formando un triángulo invertido a partir del ceño de sus cejas y hasta el nacimiento del cabello, mientras un tic nervioso le cerraba y le abría el ojo derecho, como una cortinilla que sube y baja sin control.


Volvió a jalar aire con la nariz, tratando de controlarse y lo exhaló con fuerza. Se incorporó y miró con odio a los perros.


Con la mano sin el dedo, que le temblaba de manera visible, extrajo de la bolsa interna de su saco un bote blanco como de medicina y esparció su abundante líquido blanco sobre los tacos, dejando enseguida el plato bajo la banqueta para que se acercaran los perros.


Al ver ese gesto, el perro más viejo se lanzó con una agilidad inusitada sobre el plato de tacos, protegiéndolo de los otros perros. Fue una una breve y violenta disputa por la comida, entre ladridos, mordidas y aullidos.


La perra y el perro tullido se alejaron a una distancia prudente y observaban cómo el perro viejo se comía los tacos como si fuera una aspiradora y luego su lengua lamía la grasa vertida en el plato, pero cuando tocaba los restos del líquido blanquecino del frasco que le había vaciado el hombrecito, el perro tosía y trataba de expulsarlo.


Luego que hubo arrasado con los tacos, el perro viejo se acercó más a la mesa y contemplaba ahora directamente a los ojos al comensal, mientras sacaba su lengua con insistencia lamiéndose el hocico. Su actitud era de mayor confianza y esperaba que el hombrecito le diera más comida.


Pero el hombre del traje oscuro se levantó de la mesa, pagó y explicó al mesero que pagaría también el plato de plástico que echó a los perros para que ya no se volviera a utilizar y se alejó sin voltear atrás.


A la noche siguiente regresó a la misma hora y al mismo lugar, vestido ahora con un traje de color gris, una camisa de color azul claro y una corbata de fondo azúl marino adornada con dibujos de perritos.


Ordenó lo mismo que la noche anterior y con curiosidad buscó con la mirada a los perros. Sólo estaban la perra negra y el perro tullido que, en cuanto lo vieron se alejaron de él.


No le extrañó ese acto ni la ausencia del perro viejo. 


Sabía muy bien lo que había pasado y lo recreó mentalmente: los tacos rociados con cianuro le habían calentado como lava hirviente las entrañas al perro viejo, quemándolo por dentro, mientras su estómago se contraía y sus pulmones se hinchaban sin permitirle respirar. Una espuma negra, abundante y espesa le emanaba por el hocico.


Por instinto el perro viejo trataba de correr, pero sus patas pateaban el aire, ya que había perdido el piso y la conciencia. Un dolor intenso de cabeza hacía que se golpeara tratando de impulsarse y huir. Los ojos se le pusieron en blanco y trataba inútilmente de orientarse. Sin poder respirar su cuerpo se tensaba con espasmos y su cabeza y las patas se estiraban por movimientos involuntarios, primero rápidos e insistentes y luego breves y esporádicos.


Después de unos minutos de una lucha feroz contra la muerte, su cuerpo se quedó tieso como una escultura y empezó a inflarse como un globo.


El hombrecito esbozó una sonrisa de satisfacción al imaginar este acontecimiento y contempló la hora en su reloj. “Todo debió haber sido rápido”, pensó y fue interrumpido en sus pensamientos por el gordo mesero que le trajo su orden en una charola y le dijo: “Si desea algo más me hace una seña y ya vengo”.


No contestó al mesero y acomodó con delicadeza los tacos para disponerse a comer y justo cuando se llevaba un taco a la boca, interrumpió el acto al percatarse que un menesteroso se había plantado de pie frente a su mesa.


Era un hombre negro de mugre, alto y viejo, de cabello cano, desordenado y sucio con una barba sucia y enredada, vestido con un abrigo oscuro, percudido, roto y maloliente.

 

Sus ojos saltones y rojizos se concentraban en los tacos sobre la mesa, mientras extendía una mano con uñas largas y negras hacia el hombrecito del traje gris, que se alejaba con repulsión de aquella mano negra de mugre.


Dos venas azuladas empezaron a hinchar la frente del hombrecito, mientras un tic nervioso le abría y le cerraba el ojo, que esta vez mostraba lágrimas espontáneas.


Miró a su tacos y luego al sujeto.


Extrajo de su saco un bote blanco, que resultó ser el mismo de la noche anterior, y roció con abundante líquido venenoso a los tacos para luego extenderle el plato al menesteroso.


Con una sonrisa desdentada el andrajoso tomó rápidamente el plato de los tacos y antes de marcharse señaló al envase de agua mineral. El hombrecito le extendió el bote y el hombre de la calle lo agarró y se alejó cojeando y feliz. Antes de llegar a la esquina se sentó en el piso y engulló los tacos con avidez.

El hombrecito, que lo seguía con la vista, pagó su consumo y se alejó en sentido contrario, sin mirar atrás, mientras en su rostro se dibujaba una malévola sonrisa de satisfacción.