jueves, 6 de febrero de 2020

El robo de libros en la Gandhi

La antigua librería "Gandhi" de Coyoacán tenía varias secciones: en la planta baja libros, sanitarios, bodega y discos; en la alta, cafetería, una pequeña sala y la oficina del gerente.

Desde las escaleras que conducen a la planta alta, solía vigilar el lugar un policía uniformado de azúl y armado.

Entre los trabajadores había tres funciones, además de la secretaria del gerente y las cajeras y éstos eran los de bodega, vendedores y acomodadores de libros.

Entre los vendedores había personas muy inteligentes y conocedores de libros, como también los había operativos con una cultura básica.

Algunos trabajadores dejábamos el sueldo allí por comprar libros a crédito con un descuento especial.

Varias veces descubrí que algunos libros caros tenían una etiqueta alterada con un precio mucho más bajo, modificado desde la bodega donde se les fijaba la etiqueta. Posteriormente algún empleado adquiría ese libro ubicado estratégicamente en un espacio que no era su lugar.

En un par de ocasiones ví a uno de mis maestros de la universidad, de ascendencia argentina, que pasaba al área de novedades y con toda tranquilidad tomaba un libro sin pagarlo y se subía a la cafetería. Eran libros pequeños.

Otro maestro joven y bien parecido, que era de otra universidad me la planteó a boca de jarro: "tengo una lista de autores de ciencia política, sácamelos(róbatelos) y te los pago a mitad de precio". Me dejó anonadado y le contesté que yo no podía hacer eso.

Después, en un par de ocasiones me percaté que él  salía rápidamente de la librería con algo  voluminoso bajo el brazo, cubriéndolo con el saco y en complicidad con su hermosa novia. Nunca ví lo que llevaba, pero casi estoy seguro que era un libro.

En ese lugar uno hacía amistad con los clientes, al intercambiar información de manera personalizada se incrementaban las ventas, a pesar de la estrechez de miras del encargado de piso, que veía eso como una pérdida de tiempo

Por esos tiempos  creo que el robo de libros se había disparado, ya que al cierre del negocio, el propio Mauricio Achar, fundador y dueño de la librería,  supervisaba discretamente la salida del personal y se empezó a fijarles etiquetas metálicas a los libros, que sonaban al pasarlas por un arco a la salida, cuando no se pagaban en caja.

Así conocí a un lector voraz de ascendencia judía que compraba muchos libros y que parecía muy pudiente. En una ocasión ví su fotografía exhibida en la entrada de la librería junto a una media docena de rostros de personas que habían sido sorprendidas robándose libros, todos eran hombres, ninguna mujer.

En otra ocasión nos enteramos que la bolsa de basura que sacaba diariamente a la calle alguien del área de discos, a través de un humilde trabajador del aseo, en realidad se trataba de discos compactos de música nuevecitos.

Por el área de la bodega había una escalera que subía a la cafetería y a la oficina del gerente. En una ocasión que pasé frente a esa oficina noté que sobre el escritorio había una cantidad de billetes apilados como nunca había visto en mi vida y no se veía a nadie cerca. Me apresuré a alejarme de ahí pensando que probablemente alguien vigilaba de cerca pues no era posible que dejaran tanto dinero a la vista y con la puerta abierta.

Días después el encargado de piso hizo un comentario sobre un robo. Su dicho fue tan teatral y falso que me hizo sospechar de él, pero no me consta.

A punto de dejar el empleo para realizar en otro lado mi servicio social, un empleado joven y bilioso me dijo que tenía algunas novelas que él había comprado y que ahora estaba ofreciendo a buen precio.

En realidad yo dejé de comprar novelas gracias a la generosidad de un sobrino de Mauricio Achar, que me prestaba libros para leerlos sin maltratarlos y para entregar a la brevedad. Creo que ahí aprendí a leer novelas en horas y le estoy muy agradecido por su generosidad y confianza.

Pero con el propósito de apoyar a aquel joven que atravesaba por un apuro económico le dije que sí me interesaba adquirir esas novelas, pues al fin y al cabo la mayoría de los empleados comprábamos libros.

Convenimos un precio ridículo por cinco libros de una editorial cara, para esto, él los había dejado en un supermercado cercano a la librería. Pagué y me retiré; un libro estaba muy maltratado y le hacían falta hojas. Los otros estaban impecables, podría sospechar que eran de procedencia dudosa. Ese día al salir del vagón del metro Pino Suárez, en medio de un gentío extraordinario, la bolsa con los libros se atascó entre las personas o me la jalaron a propósito. Las puertas del metro se cerraron con la bolsa de libros entre los pasajeros y esos libros se perdieron para siempre.

Ante la imposibilidad de recuperarlos, pensé: "eso me pasa por sospechar de su procedencia. Ni modos, lo del agua al agua".