jueves, 13 de junio de 2019

El secreto de la bipolaridad de Marichú

A mis sesenta años ya me puedo jubilar.

Pero no quiero. Todos mis compañeros maestros que se han jubilado se han muerto al día siguiente, es una regla no escrita de la vida.

Durante mis 33 años de servicio como profesor de matemáticas de una escuela pública de nivel medio superior, me han pasado tantas anécdotas, que podría escribir un libro más gordo que la biblia.

Sin embargo, ahora comparto una, acaso la anécdota que me gusta recordar con mayor frecuencia y que me sucedió apenas el año pasado.

Primero debo dejar en claro mi respeto determinante hacia las jóvenes estudiantes. He visto a lo largo de mi carrera a maestros que son unos auténticos pillos que hostigan a las alumnas o que abusan, sin que las autoridades hagan nada. Repruebo ese comportamiento deshonesto.

En segundo lugar quiero dejar constancia de que mi soltería se la debo a un amor frustrado, pero no soy gay ni misógino y si no vivo con alguna mujer es porque el daño que me hizo mi primer y único amor en mi juventud es tan profundo que, aún cuando ella ya murió, yo decidí que nunca me casaría para no volver a sufrir.

Una vez aclarado esto relataré que era el mes de julio cuando me asignaron a mis nuevos grupos.

Como sucede con las distintas generaciones, hay alumnos más vivarachos, más inquietos, de la misma manera que mujercitas más bellas o más o menos recatadas, según su educación y sus valores.

Entre uno de esos grupos me llamó la atención una alumna alta y blanca--no güera, sino blanca como mármol cuya mirada me incomodaba, pero que daba a demostrar un interés más allá de lo académico por mi persona.

Como hombre viejo, ya sin los deseos del sexo ni mucho menos con la intención de tener pareja, esa mujercita como de 17 años me empezó a cautivar, en un juego donde ella parecía el cazador y yo la presa. Me recordó algunas de mis lecturas favoritas, pero fuera de esa asociación mental no me imaginé nunca sus verdaderas intenciones.

Siempre he tenido por norma nunca saludar de mano o de besito a las alumnas y siempre he llegado muy temprano a mis clases, de modo que los lunes, miércoles y viernes--que eran los días en que yo le daba clase a su grupo a las siete de la mañana---, ella también era la primera alumna en ingresar a mi clase y sentarse hasta adelante.

La primera semana de clases no pasó nada. La segunda ella empezó a saludarme de mano. Al inicio le extendí la mano por educación y ella no me la soltó, me desconcertó y la retiré despacio y con educación. Creo que ese juego perverso donde ella tenía el control, me desconcertó. A la siguiente clase, también llegaba temprano y yo le sonreí esperando que me saludara de mano, pero ingresó al aula como si nada, vio mi actitud y se incomodó como si yo la estuviera hostigando, por lo que decidí evitar incluso, el contacto visual.

A la siguiente clase llegó temprano y se acercó a mi escritorio, me saludó con una sonrisa amplia y no me soltó la mano. Recordé la clase anterior y retiré con hosquedad mi mano. Ella se desconcertó, pero se sentó hasta adelante e intencionalmente subió su falda para dejar ver un par de hermosas y bien torneadas piernas, que apenas miré con el rabillo del ojo y me concentré en una lectura imaginaria para no causar problemas.

La clase siguiente también llegó temprano y la miré como si fuéramos cómplices, pero encontré en su actitud un rechazo total, su rostro amable y alegre era ahora una máscara de hosquedad y así sucesivamente. Una clase bien, otra clase mal.

Para evitar ese conflicto determiné no volver a darle la mano nunca y evitar sus insinuaciones mientras ella estaba de buen humor. Se dio cuenta de mi actitud y evitó durante un tiempo saludarme de mano, aunque noté que algunas veces con toda la intención se hacía la descuidada al sentarse mal para mostrar más  debajo de su falda, por lo que pude notar una pequeña cicatriz arriba de la rodilla derecha en su entrepierna.

Con el paso del tiempo me acostumbré a su locura literal. Esta persona es bipolar dije y continué como si nada, cuando me saludaba decidí saludarla y cuando no me miraba, decidí no mirarla también.

Debo confesar que, además de su bipolaridad, también tenía un problema de conocimientos, pues cuando era alegre no era muy buena alumna y cuando era hosca era una alumna muy avanzada. Cosas de mujeres, pensé, así que no le dí ninguna importancia a estos contrastes.

En una ocasión, cuando llegó con su actitud intolerante, se sentó de mala gana hasta adelante, pero en una silla que tenía flojos los tornillos, de modo que se resbaló hacia adelante con el plástico del pupitre, cayendo estrepitosamente de sentadillas al suelo, mientras la estructura metálica era empujada hacia atrás. Con rapidez me acerqué para ayudarla a levantarse y por su posición no pudo  cerrar las piernas, por lo que pude notar que no tenía la cicatriz que ya le conocía.

Apenada, sonrojada y furiosa se incorporó con mi ayuda y se retiró del salón, ante la risa brutal de sus compañeros de grupo. Ese día ya no regresó a mi clase, pero a la siguiente clase, llegó nuevamente sonriente y amable y yo puse la mayor atención para ver su cicatriz. Ella notó mis ansias por ver sus piernas y no tardó en mostrarlas, por lo que pude comprobar que la cicatriz seguía allí, terrible, como un borde cosido de carne rosada en aquel fondo pálido de su piel.

Es seguro que haya notado mi desconcierto por la sorpresa que tuve al mirar sus piernas, porque las cerró con rapidez.

La clase siguiente su hosquedad se modificó por una evidente preocupación por mantener cerradas las piernas de manera inconsciente y con cierta regularidad bajaba más su falda evitando mostrar lo más mínimo.

Ese día no pude dormir. No era posible que un día tuviera una cicatriz y otro día no. Una cicatriz de ese tipo no desaparece de la noche a la mañana, así que empecé a esbozar diversas teorías y anoté en mi libreta de apuntes los rasgos de la bipolaridad de Marichú.

A partir de ese momento cambió la relación de poder, yo empecé a recuperar el poder. Marichú alegre se volvió más seria y Marichú hosca se volvió más preocupada, incluso pasó de ser la alumna más puntual, a ser la alumna más retardada. Algo no andaba bien y decidí encontrar el motivo.

Llegó el fin del curso y le pedí hablar a solas. Era uno de esos días en que se mostraba muy alegre.

Fui directo:

- Oye hija, he estado pensando que tienes actitudes muy contrastantes, pero previsibles.
- ¿Qué quiere decir?
- Estoy diciendo que ya descubrí tu secreto.
- ¿En serio?
- Claro.
-¿Cómo se dio cuenta?
- Por la cicatriz.
- Lo sospeché... ¿y ahora? ¿me va a expulsar?
- No, todo quedará entre nosotros, si es que nadie más se ha dado cuenta.
- No creo.
- Solo quiero recomendarte una cosa.
- Diga.
- O eres siempre simpática o eres siempre gruñona, esa es otra diferencia.
- Cierto.

La invité a salir del salón vacío, extendiendo el brazo para que ella pasara primero. Se acercó a mí con decisión y me dio un beso en la boca que sacudió todo mi ser. Me quedé sorprendido y sin hacer nada. Luego se paró en la puerta del salón y me dijo "Muchas gracias, profe. En todos estos años de vida es la primera vez que alguien se da cuenta, pero esto sucede únicamente con matemáticas y física. Tomaré mis precauciones y me pondré de acuerdo con mi hermana gemela."