viernes, 12 de junio de 2020

SALVADOR DÍAZ MIRÓN: UNA VIDA EN ERUPCIÓN


(Créditos de la foto: https://aguapasada.wordpress.com/2012/06/12/1928-enfermedad-y-muerte-de-salvador-diaz-miron-14/)

La idea que nos hacemos de la vida de un poeta es por lo general de personas apacibles y calladas que caminan despacio, se detienen a contemplar la belleza de una flor, de una nube o de una mujer para inspirarse y traducir sus sentimientos en poesías repletas de sentimientos nobles.

Eso también lo hacía Salvador Díaz Mirón (Veracruz, 1853-1928) fallecido un 12 de junio, pero su vida no era nada tranquila, más bien era lo más parecido a un volcán en erupción que hacía  difícil de aceptar que un hombre tan irascible pudiera escribir poesías como las de su libro Lascas, que le merecieron un amplio reconocimiento de la crítica literaria.

También conocido como “El Vate” o “El Bardo” Díaz Mirón se inició en el periodismo desde los 14 años y además de poeta fue diputado local y federal porfirista, en los tiempos cuando todavía los caballeros se batían en duelos por cualquier pretexto.

Autor de dos homicidios, también estuvo preso, e incluso conservaba el brazo izquierdo inutilizado debido a una bala enemiga.

En una ocasión el poeta irascible, de elevada estatura, de frente amplia y bigote espeso, se rindió  enteramente a la poesía como un ogro romántico, por el siguiente motivo.

Uno de los momentos estelares de la vida de Salvador Díaz Mirón fue cuando a mediados de 1910 se ofreció para capturar a un bandolero apodado “El Santanón”, que había sembrado el terror en los límites de Veracruz y Oaxaca.

“El Santanón” era el apodo de Santana Rodríguez, un nativo de Acayucan, Veracruz que a los veinte años se había casado con una de las mujeres más hermosas de la región y que vivía apaciblemente cuidando su pequeña ganadería.

Pero la belleza de su mujer no pasó desapercibida para un terrateniente alemán de nombre Guillermo Voigt, que le sedujo y le quitó a su mujer y también se llevó algunas de sus mejores reses y por si fuera poco lo acusó de un delito imaginario con el jefe político de Coapan, Oaxaca, motivo por el que Santanón fue incorporado a la “leva” o tropas porfirianas integradas a la fuerza.

Apercibido de que si regresaba a su comunidad sería encarcelado, Santanón desertó de las tropas y junto con otras personas se dedicó al abigeato, robo y homicidio de hacendados.

En 1908 fue aprehendido y encarcelado en Juchitán, Oaxaca, pero escapó y continuó su carrera delictiva hasta que en 1910 cobrara venganza del alemán Voigt a quien robó y privó de la vida.

Como representara una amenaza para los dueños de las haciendas, la sociedad veracruzana exigió la intervención de las autoridades, que fue el motivo por el que el Bardo Díaz Mirón se ofreciera  para atrapar a Santanón.

Algunos analistas comentan que en realidad el poeta buscaba un camino para llegar a la gubernatura de Veracruz y que la persecución de Santanón se lo ofrecia como una oportunidad para avanzar hacia ese propósito.

Durante más de dos meses, Salvador Díaz Mirón abrió una novelesca narración en la prensa de la época al dar cuenta de una persecución de película, en la que, al menos en dos ocasiones en medio de la selva, el Santanón burló la vigilancia de sus perseguidores para ofrecerle puros de la mejor calidad y en propia mano a Salvador Díaz Mirón.

Casualmente cuando el Vate y sus compañeros reaccionaban, ya era demasiado tarde ante las extraordinarias habilidades del jinete Santanón, que se escapaba entre las sombras.

A principios de agosto y en medio de ese clima tropical, Díaz Mirón desarrolló una enfermedad gastrointestinal y como ésta no cediera, se vio obligado a abandonar la persecución y regresó a Jalapa, donde, no obstante, fue recibido como un héroe.

Las notas de prensa de la época, consignadas en el excelente libro “El Bardo y el Bandolero” de Jacinto Barrera Bassols(UAP, México, 1987) no explican si Díaz Mirón le perdonó la vida al Santanón, pero de la descripción que se hace en varias de éstas, se puede deducir que sí.

Por un lado, Santanón, mejor conocedor de la geografía en la que lo perseguían, tuvo bajo vigilancia cada movimiento de Díaz Mirón y lo hubiera matado si hubiera querido.

Por otro lado, las descripciones que se hacen de Santanón como un nativo con una personalidad seductora y de elevada estatura, sumado a su historia personal del tipo de Robin Hood, han de haber calado el sentimiento del poeta, para no matarlo también cuando lo tuvo de frente en las ocasiones en que Santanón le obsequió de propia mano, puros de la más alta calidad.

Santanón moriría en una celada a los dos meses siguientes, cuando el ejército federal se aplicó más en su búsqueda y multiplicó al número de federales, debido a que Santanón había sido cooptado como agente revolucionario por los hermanos Flores Magón, quienes lo habían nombrado como responsable del levantamiento armado en esa región.

Por su parte, Díaz Mirón se integró en diciembre de ese año de 1910 a la Cámara de Diputados en donde tuvo un incidente con un diputado oaxaqueño de apellido Chapital, al que en una reyerta disparó de manera fallida.

Por ese motivo estuvo preso y en una visita que le hicieran varios jóvenes de la Escuela Nacional Preparatoria, que posteriormente gozarían de amplia fama como literatos, describen al poeta encarcelado como un hombre profundamente culto que los atendió con la mayor amabilidad. Entonces, Díaz Mirón ya era como un volcán apagado.

martes, 2 de junio de 2020

EL VIAJE A MARTE











Foto Jelg: "Cartolandia" (Detalle) Ana Serrano. MUPO, 2019.


José abordó el camión suburbano que se dirigía a la Ciudad de México.

Ocupó un asiento hasta atrás junto a un señor de la tercera edad con sombrero, que trataba de equilibrar una bolsa de mandado sobre sus piernas. Le llamó la atención la bolsa, “¿Qué podría cargar ese hombre?”

El anciano reparó en la inquietud de José y señalándole la bolsa le dijo, “Traigo la cabeza de una mujer-- y al ver cómo se asustaba le aclaró-- ¡Ja, ja! No es cierto. Es herramienta que voy a llevar a la casa de empeño, no sea miedoso.”

José se mordió los labios, iba a decir algo, pero le ganó la risa.

Poco a poco iban subiendo los últimos pasajeros y detrás de ellos el despachador que contó los lugares y le dijo al chofer: “¡Sales mi negro, vas con cuatro vacíos!”.

El conductor estaba concentrando mirando hacia el frente con sus largos brazos sobre el volante, tomó unas monedas del tablero y se las entregó de mala gana al despachador, éste las recibió al tiempo que le decía: “¡Uy, uy, uuuy! ¿Te enojaste porque te dije negro? ¡Chale, no aguantas nada! ¡Jálele mi blanco! ¡Ándele! ¡Adiós, güeritoooo!” y se bajó entre carcajadas.

Al acelerar el camión, un rugido como de léon invadió el interior del autobús junto con un olor penetrante a diésel quemado.

José miró la hora en su teléfono celular barato que parecía de juguete. Eran las 04:00 de la madrugada. Si no hay contratiempos llegaría a la ciudad las 05:30 y de ahí se trasladaría en metro para llegar a su trabajo donde se desempeñaba como el vigilante más joven a sus 17 años.

Confirmó que llevaba su uniforme en la mochila y se encontró una manzana que cargaba de semanas atrás, “A ver cuánto dura.” Sonrió al recordar que un amigo deportado de Estados Unidos  le aseguró que la fruta que viene de allá es transgénica y por eso dura más tiempo, cumpliendo al pie de la letra el dicho que dice: “California, flores sin olor, frutas sin sabor y mujeres sin amor”.

Cerró los ojos para dormir un poco, pero en ese momento el chofer puso música con un volumen muy intenso. Hasta los vidrios de las ventanas vibraban como si fueran a estrellarse.

José sentía las trompetas de una cumbia muy rítmica detrás de la nuca: “Con esa música, hasta parece viernes en la noche, no lunes en la mañana.”

Se imaginó que el viaje ideal para descansar sería al planeta Marte, dura 300 días como lo leyó en una revista: “Estaría durmiendo  todo el tiempo. En el espacio siempre es de noche.”

La mayoría de los 40 pasajeros, no obstante, dormían sin que les molestara el ruido del motor, ni la música, ni los brincos por los topes.

Cuando el camión dejó atrás los últimos caseríos de esa ciudad marginal para meterse al libramiento que los conduciría hacia la autopista, José empezó a cabecear.

Una pesadez se adueñó de sus párpados y de todo su cuerpo.
El ruido se volvió un arrullo y soñó que estaba en la base de autobuses con destino al planeta Marte, pero el camión no tenía puertas y que él no podía subir. Entonces vio que una mujer ocupaba su asiento, pero en realidad se trataba de una cabeza sin cuerpo que su compañero de viaje le mostraba por la ventana.
Con dificultades logró despertar de esa pesadilla y observó a su vecino de asiento que roncaba profundamente. Todo seguía normal. Checó su teléfono, se había dormido media hora.

Todavía estaba oscuro. El camión iba en la autopista por la zona boscosa. Hacía frío y había neblina. De repente, dos pasajeros se levantaron de sus asientos, uno adelante y otro atrás, con gorras y cubrebocas y gritaron al mismo tiempo: “¡Este es un asalto!”.

Esas palabras mágicas despertaron a todos, pero los más sorprendidos fueron los dos hombres armados que se miraban con sorpresa.

Uno de ellos gritó: “¡Tú no vas a asaltar a nadie, hijo de tu cual por tal! ¡Esta es mi ruta! ¡Así que te bajas con quien vengas o hasta aquí llegaste!”

El otro le contestó: “¡Pues el que se va a bajar eres tú y tus acompañantes porque esta ruta es mía!

Sin mediar más dispararon y al instante ambos cayeron fulminados en medio de un intenso olor a pólvora y entre los gritos y los chillidos de la gente.

El chofer se estacionó en la orilla de una curva pronunciada. El camión parecía que se iba a voltear de lado en cualquier momento.

Bajó el volumen de la música y encendió las luces internas que cegaron momentáneamente a los pasajeros.  Se puso de pie. Era un mulato alto, delgado y de avanzada edad y se quedó mirando la escena con cara de susto. Nadie dijo nada.

José miró el cuerpo que yacía sobre el pasillo: “¡Qué buen tino, le dio entre ceja y ceja, este cuate ya se peló!”

El mulato revisó al otro asaltante: “Pues a este le han de haber dado con un cañón porque le reventó la cabeza”.

Una mujer sugirió: “Hay que llamar a la policía… pero en este tramo no hay señal de teléfono.”

El chofer preguntó: “¿Qué hacemos?”

Silencio total.

Desde atrás se oyó la voz de un joven: “¡Llévatelos a tu casa!” y todos se rieron.

José preocupado por no llegar tarde a su trabajo dijo con naturalidad: “¿Y si los bajamos y nos vamos?”

Una señora robusta muy arreglada se dirigió a todos: “Sí, hay que bajarlos, pero éstos no vienen solos—y observó con ojo clínico a las personas del autobús y continuó-- así que quienes no los quieran bajar son sus cómplices”.

Nuevamente todos los pasajeros se quedaron inspeccionándose en un silencio incómodo.

De manera espontánea, dos pasajeros que iban adelante y dos de atrás tomaron, respectivamente, a cada uno de los asaltantes muertos y los bajaron. Unos por la puerta de adelante y otros por la puerta de atrás.

El chofer pateó la pistola hacia afuera y José hizo lo mismo con él arma de atrás.

La señora entonces se dirigió al chofer: “Esos son sus cómplices, yo los conozco, unos nos asaltan en la mañana y los otros en la noche, pélate o nos van terminar de robar.”

El conductor saltó con agilidad al volante y aceleró con brusquedad.

Por un momento solo se escuchaba el ruido del motor en la autopista. Los pasajeros callados miraban  hacia el frente, estaban tensos y asustados.

El chofer dijo en voz alta “Esto es una mierda. Salí de Guerrero porque el crimen me cobraba derecho de piso por mi taxi. Llego aquí y así me reciben. ¿Qué sigue? ¿Más atracos? ¿Más muertos?"

La señora de adelante le contestó: “Ya no se puede vivir así. Son chingaderas. Los gobiernos no hacen nada. No les importa la vida de los ciudadanos. En esta ruta viaja el pueblo humilde y trabajador, el estudiante deseoso de servir con su profesión a la Patria, la madre soltera que va a trabajar con la ilusión de ganarse el pan de cada día para darle de comer a su criatura que le cuida la abuela. Este sistema está hecho para hundir más al pobre, pese a toda la palabrería de gobiernos que van y gobiernos que vienen. ¡Todos son iguales! ¡Todos son una mierda!”

El vecino de José también reflexionó en voz alta: “En los asaltos a las camiones de este rumbo han muerto muchos hombres y mujeres inocentes, gente trabajadora que se han negado a entregar sus pertenencias. No es gente con lujos o dinero, sino personas humildes. ¡No es justo!”

José echó su cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. Imaginó que un viaje al planeta Marte sería más seguro. Se incorporó de pronto: “¡No! ¡Qué tal si entre los pasajeros van delincuentes! Sería más riesgoso un atraco en el espacio. ¡Ni Dios lo mande!”

La música volvió a sonar con intensidad. La sabrosa guaracha que se escuchaba ahora parecía música de funeral por la cara de los pasajeros.

El alba empezaba a dibujarse débilmente. A escasos kilómetros se veía ya el monstruo urbano como polvo de oro regado sobre terciopelo negro.

José consultó la hora en su celular, ¡Las seis!, ya se le hizo tarde.

Tristes y desconcertados los pasajeros se prepararon para el descenso próximo, la mayoría tenía un sabor amargo y a pólvora en la boca. Hubieran deseado que el trayecto fuera más largo, tal vez a Marte y que nadie los despertara.

El señor del sombrero que acompañaba a José en su asiento, intentando acomodar su bolsa de mandado sobre sus piernas, se dirigió hacia él: “Estos infelices, ¡por poco nos dejan sin tragar! ¿no?"

José hizo una mueca, le mostró su teléfono celular y expresó: “¡Jodido que roba a jodido!”

***

jueves, 6 de febrero de 2020

El robo de libros en la Gandhi

La antigua librería "Gandhi" de Coyoacán tenía varias secciones: en la planta baja libros, sanitarios, bodega y discos; en la alta, cafetería, una pequeña sala y la oficina del gerente.

Desde las escaleras que conducen a la planta alta, solía vigilar el lugar un policía uniformado de azúl y armado.

Entre los trabajadores había tres funciones, además de la secretaria del gerente y las cajeras y éstos eran los de bodega, vendedores y acomodadores de libros.

Entre los vendedores había personas muy inteligentes y conocedores de libros, como también los había operativos con una cultura básica.

Algunos trabajadores dejábamos el sueldo allí por comprar libros a crédito con un descuento especial.

Varias veces descubrí que algunos libros caros tenían una etiqueta alterada con un precio mucho más bajo, modificado desde la bodega donde se les fijaba la etiqueta. Posteriormente algún empleado adquiría ese libro ubicado estratégicamente en un espacio que no era su lugar.

En un par de ocasiones ví a uno de mis maestros de la universidad, de ascendencia argentina, que pasaba al área de novedades y con toda tranquilidad tomaba un libro sin pagarlo y se subía a la cafetería. Eran libros pequeños.

Otro maestro joven y bien parecido, que era de otra universidad me la planteó a boca de jarro: "tengo una lista de autores de ciencia política, sácamelos(róbatelos) y te los pago a mitad de precio". Me dejó anonadado y le contesté que yo no podía hacer eso.

Después, en un par de ocasiones me percaté que él  salía rápidamente de la librería con algo  voluminoso bajo el brazo, cubriéndolo con el saco y en complicidad con su hermosa novia. Nunca ví lo que llevaba, pero casi estoy seguro que era un libro.

En ese lugar uno hacía amistad con los clientes, al intercambiar información de manera personalizada se incrementaban las ventas, a pesar de la estrechez de miras del encargado de piso, que veía eso como una pérdida de tiempo

Por esos tiempos  creo que el robo de libros se había disparado, ya que al cierre del negocio, el propio Mauricio Achar, fundador y dueño de la librería,  supervisaba discretamente la salida del personal y se empezó a fijarles etiquetas metálicas a los libros, que sonaban al pasarlas por un arco a la salida, cuando no se pagaban en caja.

Así conocí a un lector voraz de ascendencia judía que compraba muchos libros y que parecía muy pudiente. En una ocasión ví su fotografía exhibida en la entrada de la librería junto a una media docena de rostros de personas que habían sido sorprendidas robándose libros, todos eran hombres, ninguna mujer.

En otra ocasión nos enteramos que la bolsa de basura que sacaba diariamente a la calle alguien del área de discos, a través de un humilde trabajador del aseo, en realidad se trataba de discos compactos de música nuevecitos.

Por el área de la bodega había una escalera que subía a la cafetería y a la oficina del gerente. En una ocasión que pasé frente a esa oficina noté que sobre el escritorio había una cantidad de billetes apilados como nunca había visto en mi vida y no se veía a nadie cerca. Me apresuré a alejarme de ahí pensando que probablemente alguien vigilaba de cerca pues no era posible que dejaran tanto dinero a la vista y con la puerta abierta.

Días después el encargado de piso hizo un comentario sobre un robo. Su dicho fue tan teatral y falso que me hizo sospechar de él, pero no me consta.

A punto de dejar el empleo para realizar en otro lado mi servicio social, un empleado joven y bilioso me dijo que tenía algunas novelas que él había comprado y que ahora estaba ofreciendo a buen precio.

En realidad yo dejé de comprar novelas gracias a la generosidad de un sobrino de Mauricio Achar, que me prestaba libros para leerlos sin maltratarlos y para entregar a la brevedad. Creo que ahí aprendí a leer novelas en horas y le estoy muy agradecido por su generosidad y confianza.

Pero con el propósito de apoyar a aquel joven que atravesaba por un apuro económico le dije que sí me interesaba adquirir esas novelas, pues al fin y al cabo la mayoría de los empleados comprábamos libros.

Convenimos un precio ridículo por cinco libros de una editorial cara, para esto, él los había dejado en un supermercado cercano a la librería. Pagué y me retiré; un libro estaba muy maltratado y le hacían falta hojas. Los otros estaban impecables, podría sospechar que eran de procedencia dudosa. Ese día al salir del vagón del metro Pino Suárez, en medio de un gentío extraordinario, la bolsa con los libros se atascó entre las personas o me la jalaron a propósito. Las puertas del metro se cerraron con la bolsa de libros entre los pasajeros y esos libros se perdieron para siempre.

Ante la imposibilidad de recuperarlos, pensé: "eso me pasa por sospechar de su procedencia. Ni modos, lo del agua al agua".