lunes, 29 de abril de 2019

Un cuento corto de terror

Al regresar a su recámara encontró a un hombre acostado abrazando a su mujer, furioso lo agredió, pero luego se percató que era su propio cuerpo que yacía muerto junto a su esposa dormida.

viernes, 5 de abril de 2019

Un motivo para vivir















(Ilustración generada por Bing)

Parece que los hombres morimos primero que las mujeres.

No sé si sea cierto o no, pero me consta que muchos de los amigos y conocidos están muriendo antes que sus esposas.

El promedio de vida aquí es de 76 años para los varones. Las mujeres nos ganan por otros tres años más. Con esta consideración, ya estoy robando aire. Ya me pasé cuatro años y es inminente mi muerte.

Escribo esto en mi diario en la terminal de autobuses.

Cada mañana desde que cumplí 76 años lo primero que hago al despertar es pellizcarme el brazo, dejándome por lo general un moretón que me recuerda que estoy vivo. Luego toco la puerta del vecino para preguntarle la hora y la fecha. Mi vecino me cree loco, pero él o alguno de sus numerosos familiares salen divertidos a confirmarme esos datos, que yo tacho en mi calendario de bolsillo y con eso me aseguro que efectivamente transcurren los días y los meses, pero más bien es para reportarme y decirles "señores, sigo vivo", porque el día en que no me vean podrían buscarme y seguramente encontrarán mi cadáver en mi departamento.

Tener 80 años y vivir solo es todo un reto, pero te acostumbras.

Nunca me casé. La única vez que me atreví a declararle mi amor a una mujer fue cuando cumplí cincuenta años. Ella tendría unos veinte años menos que yo y era una indígena delgada y morena que trabajaba en la casa del dueño de una ferretería. Me escuchó con educación y me respondió con franqueza que estaba esperando el regreso de Estados Unidos de su novio de la juventud. 

Eso fue hace treinta años y la pobre infeliz sigue esperando hoy en día a su novio.

Soy asexual, pero no soy homosexual ni misógino. 

Motivado más por la curiosidad que por el deseo, perdí mi virginidad a los treinta años con una prostituta joven y no muy agraciada. 

Recuerdo que el condón corriente que compré en el motel se rompió, aunque al principio no me dí cuenta, por el nerviosismo o la calentura. 

Viví angustiado día y noche, ante la posibilidad de tener Sida o de haber embarazado a esa mujer. 

Fui a buscarla al mes siguiente. Le comenté mi preocupación por el posible embarazo. Ella soltó una carcajada y dijo: "Me acuerdo de ti porque eres la única persona que me ha hecho alcanzar siete orgasmos en una sola sesión, eres bueno,  pero no me puedo embarazar porque ya estoy ligada desde hace años".

Me alivió su respuesta respecto a la imposibilidad de un embarazo, pero seguí preocupado por el Sida y en mi tormentosa soledad me imaginaba que cada signo, cada síntoma raro en mi salud eran el preludio de una muerte irremediable.

En cierta ocasión un compañero de trabajo necesitaba sangre para una operación, me ofrecí como donante. Después de las pruebas salí limpio. 

Con esa noticia se acabaron varios años de angustia sobre el Sida, que hasta en los sueños y pesadillas me perseguía.

Desde hace cincuenta años no he tenido sexo. Siempre me ha parecido sucio masturbarse y en mí simplemente no nace el deseo, pero últimamente estoy cambiando porque en las mañanas, sin provocarlo, amanezco como semental listo para la acción.

Vivo de mis ahorros y de mi pensión como administrativo de una dependencia de gobierno que ya desapareció con el salvaje populismo. Con el tiempo cada vez me sorprenden más las torpezas de los gobiernos, pero ahora todo eso me importa un comino. 

Me transfirieron como si fuera un mueble a otra dependencia, donde me jubilé a los 65 años y desde entonces salgo una vez al año de vacaciones. 

Viajo en temporada baja cuando los precios son más baratos y hay menos gente en los destinos turísticos.

Ahora, por ejemplo, estoy convencido de que mi lugar está en la playa, a donde regresaré en cuanto aborde en un rato más el autobús.

Recuerdo el día en que llegué allá. 

Me hospedé en un hotel de tres estrellas y fiel a mi costumbre, busqué un comedor alejado de la zona turística. Visité varias cocinas económicas, la mayoría, improvisadas en domicilios particulares.

Ingresé a la sexta  opción, no por el menú sino porque a esta edad me canso más rápido y soy menos tolerante con el sol y con las personas y el dolor de las rodillas ya comenzaba a advertirme para frenar mi excursión.

El lugar me gustó. El techo de palma y sus paredes de carrizo generaban un ambiente fresco, en una extensa zona rodeada de platanales.

En la entrada se emplazaba el área de cocina. Escogí la mesa del fondo que coincidía con una salida hacia otro patio más pequeño, dividido por una cerca de carrizo y una improvisada puerta de madera.

Por algún descuido la puerta estaba despegada y sobrepuesta tratando de tapar la vista, pero a pesar de eso, yo podía ver directamente hacia afuera y distinguí una tina grande de metal debajo de un frondoso y cargado platanal.

La señora que atendía el lugar me ofreció el menú de temporada, pero preferí unos huevos a la mexicana con un café. La doña, como de sesenta años, se sorprendió y me dijo, "Nadie toma café aquí con este calor infernal", pero accedió a preparar un poco.

Mientras ella lo preparaba, yo me distraía mirando la puerta que da hacia el platanal. Parecía una pintura hermosa de la naturaleza con un piso de arena maciza, con una tina metálica adornada de manchas de óxido por su antigüedad, junto al vigoroso platanal verde intenso, del que colgaban pencas de plátanos verdes.

Gozaba de ese paisaje cuando una sombra se atravesó con rapidez.

Esa misma figura volvió a pasar y se paró justo de espaldas hacia mí.

Por la gran abertura que dejaba la puerta, pude ver con precisión a una mulata joven de frondosas formas. 

Se agachó impúdicamente para tantear dentro de la tina, dejando ver por abajo de su vestido, el lugar donde se divide una diminuta y morbosa tanga de encaje rosa.

Se escuchó cómo se agitaba el agua dentro de la tina, seguramente estaba midiendo la temperatura, pero la sola impresión de su trasero perfecto dirigido involuntariamente hacia mí, me aceleró los latidos del corazón, al punto que creí que esa taquicardia pudiera ser el fin de mis días.

Como la mulata parecía disfrutar del agua, sin percatarse de mi presencia, permaneció un ratito así, inclinada sobre la tina.

Una molestia incomoda que crecía dentro del pantalón me hizo recordar que seguía vivo. Hacía muchos años que no era consciente de mi virilidad, o al menos no con esa fuerza.

Con total inocencia la mulata se desnudó y se paró dentro de la tina, de espaldas a mí. Nunca había visto a una mujer desnuda y con formas tan hermosas. La piel le brillaba como si estuviera bañada en aceite y se le notaba más clara en las partes que le cubren con regularidad el sostén y las pantaletas.

Parecía una gacela que se movía con gracia en un chapoteadero. El cabello rizado y recogido con una liga guardaba semejanza con su estrecha cintura, que terminaba en una pendiente de un vientre plano y macizo y cuyo tronco se prolongaba en el abultamiento de unos muslos anchos y vigorosos como de yegua en celo.

Disfrutaba el baño y tocaba con delicadeza y coquetería cada parte de su cuerpo. 

Se veía confiada, seguramente porque el platanal que daba hacia el monte le creaban una cortina natural hacia el otro lado.

Temí que la señora de la cocina se fuera a dar cuenta, pero estaba concentrada en el extremo del local preparando el almuerzo.

La mulata se agachó para tallarse las pantorrillas, mientras yo  contemplaba con atención todos sus movimientos. 

De pronto un dolor agudo e impredecible me comprimió el estómago. Así me pasa cuando sufro una emoción muy fuerte. La afectación tarda en pasar pero es muy molesta. 

Mientras la chica se tallaba con una fibra de zacate por el cuerpo y se agachaba de espaldas sin percatarse de mi presencia, mis ojos empezaron a lagrimear sin que yo pudiera evitarlo, al tiempo que una humedad pastosa con un intenso olor a cloro, como si me hubiera orinado, mojó mi pantalón.

Estaba adolorido y la exitación desapareció por el malestar que quemaba mis entrañas. 

La voz de la señora de la cocina me advirtió del peligro de aquella situación, pues gritó: "¡Keniaaaa, vete a la tienda por un cartón de blanquillos!"

Fue en ese momento cuando vi el perfil precioso de la mulata de  frente redonda y su alargado cuello y de senos pequeños como conos macizos que desafiaban la gravedad.

La joven contestó con una voz angelical: "¡Ya voy, espéreme tantito!" Nuevamente se agachó para coger el agua con una bandeja mostrando los secretos más profundos de su intimidad. Repitió la operación cuatro veces y sin voltear por ningún motivo hacia el interior de la palapa.

Temí que ese momento pudiera ser el último de mis días por esa  tormentosa emoción que me causaba placer y dolor.

Salió de la tina y con delicadeza secó su cuerpo de diosa egipcia. 

Amarró la toalla sobre la cabeza  y se puso las bragas de encaje rosa, diminutas y eróticas y un sostén del mismo tipo y encima su vestido de una sola pieza, corto, sin mangas, de color rojo.

Metió sus pequeños pies en unas groseras sandalias de plástico y removió la destartalada puerta para ingresar a la palapa sorprendiéndose de encontrarme ahí. 

Empujó la puerta con enfado, que termino por caerse y sin mirarme se alejó en dirección del área de cocina.

De cerca era de estatura más baja  que la mía y su vestido la hacía verse delgada, ocultando la bondad de sus formas pronunciadas. 

Sonreí, disimulando el dolor de  estómago y la exitación que me había provocado. "Buenos días",  dije. La mulata me oteó mientras se alejaba, su mirada de felina agredida se contuvo y contestó con un desganado "Buenos días". 

Habló con la patrona, salió y regresó rápido con un cartón de blanquillos y otros artículos en la mano. 

La señora le ordenó: "Llévale el café al señor en lo que preparo los huevos." Y la mulata aquella con sus  movimientos graciosos se acercó y aproveché para preguntarle, empapado en sudor, "¿Cuántos años tienes, hija?" 

Ella no mostró ningún interés en mi persona ni en mi pregunta, concentrada en limpiar la mesa de plástico y acomodar el café, las servilletas y un plato con panes. 

Cuando terminó sentí su mirada penetrante pero hermosa, ya que abrió sus enormes y limpios ojos con una energía que me intimidó, como reprochándome y con voz firme y determinante me contestó: "Tengo diecinueve años, señor".

La voz grave de la patrona se dirigió hacia nosotros dos, "No es cierto Kenia, ya cumpliste los veinte. Eres Acuario, como yo."

Bajé la cabeza disimuladamente mientras la morena le echaba unos ojos de fuego a la patrona, que después supe se llamaba Zenaida.

Después de almorzar me retiré y todo el día y toda la noche no pude conciliar el sueño, ya que el recuerdo de su desnudez me atormentaba como una fiebre intensa de ansiedad y deseo.

Mi propósito inicial para esas vacaciones era quedarme dos noches y tres días en esa playa. Pero al día siguiente cancelé mi hotel y fui a una casa cerca de la cocina económica de la mulata, en la que un letrero pequeño anunciaba la renta de habitaciones para turistas. 

El lugar tenía lo básico, pero estaba limpio y eso para mí era suficiente. Ya no me importaba quedarme tres días, mi presupuesto me daba para medio año. Así que me dejé llevar por la poderosa energía que me acercaba hacia aquella joven desconocida.

Durante ese tiempo hice del comedor de la mulata, mi espacio favorito, al que asistía diario para desayunar y comer y con el único propósito real de disfrutar la presencia de aquella chica. 

A la semana, Kenia accedió a salir conmigo al parque, con el permiso de la patrona. Nunca le pregunté nada personal. El solo hecho de convivir con ella me llenaba. 

Le compré un helado y me dí cuenta que pese a su cuerpo desarrollado y sus escasos veinte años, en realidad no dejaba de ser una chiquilla que se emocionaba con el canto de las aves, con el color de las flores y con las historias improvisadas que le contaba.

Hasta entonces me dí cuenta del bagaje cultural que tengo porque para todas sus preguntas tenía yo una respuesta muy sólida. Bueno, la verdad es que también hacía preguntas muy sencillas de cultura general: "Por qué el mar es azul?", "¿Qué son las estrellas?", ¿Cuál es el propósito de la vida?"... 

Salimos a pasear cuatro fines de semana y en ninguna ocasión nos acompañó Zenaida, no quiere, no le gusta.

Kenia habla poco, pero sus argumentos son lógicos, sencillos y concretos. Le fascina el mar al que se imagina como un ser poderoso y respetable. "El mar tiene vida, el agua tiene inteligencia y camina y se junta y comunica con más agua. El agua conoce todos los secretos de las personas y es difícil engañarla."

Me dí cuenta que los escasos comensales que visitaban el lugar lo hacían atraídos por la mulata, pero ella se comportaba con bastante educación y no se prestaba a las pretensiones de sus admiradores, que se retiraban vencidos. 

Durante ese tiempo me preocupaba diariamente que se fuera a repetir el baño junto al platanal, pero nunca volví a ver la tina en ese lugar.

El día en que se cumplió un mes de mi estancia y acercamiento a Kenia, no la encontré. Su ausencia me desquició. 

Fue uno de los días más tristes de mi vida. Me llené de celos. Me imaginé mil cosas: que probablemente había huido con el novio secreto; que algún barbaján la había seducido;  que la habían secuestrado los tratantes de blancas; que había renunciado a todo aquello y a mí para ir en busca de mejores horizontes. 

Y así me invadían miles de sinrazones y otras locuras sin fundamento. 

Triste y decepcionado decidí marcharme para siempre de aquel lugar que ahora me parecía amenazador y deprimente. 

Un sentimiento de muerte me abrazó con fuerza y yo me dejaba arrastrar por la inercia de la edad y ese fracaso amoroso. 

"Yo no nací para el el amor, el amor no nació para mí. Moriré como una planta marchita en un terreno abandonado" y así me invadían sentencias que imaginaba escritas en la lápida de mi tumba. Tomé la decisión de largarme con valor y resignarme a ese amor imposible. Ya nada me importaba.

No le pregunté nada a Zenaida y ella, percibiendo como toda mujer las intenciones de los hombres, notó mi actitud por la ausencia de su hija. Me contuve de preguntarle por ella.

La clientela del día que llegaba y abandonada el lugar, también parecía desencantarse por la ausencia de la joven.

Apiadándose de mi angustia Zenaida fue llevando la plática hacia la chica. 

Habló de las personas que no tienen hijos, de la importancia de tener una pareja y terminó contándome que la mulata era virgen y que a veces se imaginaba que era lesbiana porque nunca había aceptado a ninguno de sus muchos pretendientes. 

Que la joven había estudiado hasta el cuarto año de primaria porque reprobó el primer grado dos años; reprobó el segundo grado un año, el tercer año lo pasó de milagro, con ayuda de la maestra, y cuando ingresó al cuarto año, sufrió un intento de abuso sexual por parte del profesor, por lo que ella nunca quiso regresar a la escuela. 

Zenaida me confesó también que la madre de Kenia era una negra preciosa y joven de ojos verdes, que vino de algún lugar desconocido y que encontró apoyo de hospedaje y alimentación en esta cocina económica. Que se dedicaba a trabajar como mesera en los bares de la zona turística y también bailaba desnuda y se prostituía en la temporada alta de vacaciones.  Que en una borrachera resultó embarazada de un desconocido y varias veces estuvo a punto de abortar. Pero Zenaida la apoyó y costeó el nacimiento de la bebé.

Así nació Kenia. Apenas a los nueve meses de nacida su mamá desapareció, algunos dicen que escapó con un marino sudamericano y otros dicen que se suicidó después de una noche brutal de drogas y alcohol, pero nunca encontraron el cuerpo. Como sea, hace casi veinte años que no se sabe de ella. Zenaida, con unos cuantos pesos corrompió al oficial del registro civil y de este modo pudo registrar a Kenia como su hija. 

"¿Por qué le puso el nombre de Kenia?" le pregunté. 
Sin pensarlo, Zenaida me contestó que así se llamaba su madre, "Kenia".

Guardé silencio, estaba angustiado y triste. Caí en la cuenta que nunca había reconocido mi realidad, un viejo con un pie en la tumba jamás podría aspirar al amor de una mujer joven y hermosa como Kenia. Estaba angustiado porque ella no aparecía y me generaba los pensamientos más escabrosos y un sentimiento profundo de tristeza me invadió porque aquella relación no tenía futuro y sin remedio llegaría a su fin en este momento.

Sin embargo, un sentimiento de sobrevivencia rompía como un resquicio el muro de mi abandono. Imaginé que podría enamorar a Zenaida y que con ese motivo me quedaría a vivir con ella y así gozaría de la cercanía de Kenia, a quien podría querer como la hija que nunca tuve. Pero Zenaida, que se ve que en sus mejores años fue una mujer hermosa, no mostraba ningún interés por mi persona. "Estoy demasiado viejo para cualquiera", pensé.

Algo también animaba a Zenaida que no dejaba de hablar. Me contó  su propia historia; que tuvo tres hermanos, de los que dos migraron a Estados Unidos y nunca más se supo de ellos; el tercero y más chico se enroló en el crimen organizado y no sobrevivió. Se sabe de su muerte, pero el cuerpo nunca ha aparecido. 

Ella no se casó porque se quedó a cuidar a su madre de edad avanzada cuando quedó viuda. A la muerte de su madre  vendió la mitad de la enorme casa y abrió este pequeño comedor.

Después nació Kenia y ella la adoptó. En esa parte una expresión de tristeza invadió su rostro y su voz y expresó que está consciente de que chamaca se irá algún día, cuando encuentre al amor de su vida. Que la dejará ir para que tenga hijos y construya su propia familia, pues no quiere que se queda sola en la vida.

Me la pasé bebiendo cerveza, aunque yo no tomo alcohol. 

Eché unas monedas en la rockola y escogí  música del Acapulco Tropical y algunas canciones de mis tiempos, de Bienvenido Granda, Daniel Santos y algo de Compay Segundo.

Los rayos del sol del atardecer se filtraban por los carrizos de la palapa, haciéndome recordar la mañana en que por vez primera ví desnuda a la mulata y que fue el comienzo de mi tragedia actual.

Estaba sentado en la mesa de la primera vez y me dí cuenta que la puerta que da hacia el patio del platanal, ya tenía una cortina de trapos cosidos como un rompecabezas de colores, por lo que ahora sí no se podía ver nada. Estoy seguro que los cosió Kenia, con sus dedos delgados y hermosos. 

De manera inconsciente elegí en la rockola la canción de "Tres Palabras", compuesta por el cubano Osvaldo Farrés e interpretada por la extraordinaria voz de la también cubana Omara  Portuondo.

"Oye la confesión de mi secreto/nace de un corazón que está desierto. Con tres palabras te diré todas mis cosas/ cosas del corazón que son preciosas/ Dame tus manos, ven toma las mías, que te voy a confiar las ansias mías/ Son tres palabras, solamente mis angustias y esas palabras son "¡Cómo me gustas!"... 

Al compás de la melodía me prometí que si un día Kenia fuese mía, la llevaría a Cuba, solo para respirar los paisajes que motivaron esa canción y junto al mar caribe, allí en medio de la brisa, bajo la puesta de sol del atardecer, se la cantaría, abrazándola con fuerza para que no se vaya de mí. Aunque después me enteré que el compositor cubano escribió en México esa canción en un par de minutos a una actriz muy hermosa que lo retó a componer una canción con tres palabras. 

El coro de la canción me hacía imaginar a Kenia bañándose bajo el platanal en una orgía de colores y formas de la naturaleza. Sus preciosos muslos, su vientre plano, la imagen impactante de su trasero redondo y generoso con el triángulo de su vida como fruta prohibida que nunca iba a probar.

Me quedé dormido un rato y es la primera vez que no soñé nada. Fue como caer en un vacío oscuro que me llevaría tal vez a la muerte.

El diálogo de una pareja que movía las sillas para levantarse y retirarse del lugar me despertó. Quedaban tres comensales que empezaron a retirarse gradualmente y yo imaginé que también se habían convencido de la pérdida de aquel amor ingrato. Pensé que por mi edad, al menos no sospechaban que el que más sufría por su ausencia era yo. 

Aunque ya estaba decidido a marcharme, algo me lo impedía.

Ordené de cenar unos tacos de lo que sea, solo por hacer tiempo. 

Zenaida me dijo, "Ay, mi rey padre, te voy a preparar unos tacos como jamás los has probado en tu vida. Es una carne que tiene un secretito".

Imaginé tacos de machitos o de criadillas de toro o alguna especie salvaje, ya que por estos rumbos la gente come iguana, víbora, armadillo y otras carnes exóticas.

Olía medio extraño, pero se veían sabrosas las tortillas humeantes con una salsa "macha" típica de chile costeño seco y aceite y no como esos horrendos inventos donde le ponen ajonjolí y cacahuate.  

¿Qué carne es? Le pregunté.

Zenaida me contestó, "¿Qué no hueles?" ¡Es la nana de la vaca!" 

Según ella esa carne proporciona una fuerza sexual descomunal ya que proviene de la matriz del animal, además de oler naturalmente a sexo de mujer. 

Me causó gracia esa comparación y me comí los tacos, que al inicio me supieron a medicina y luego, por el olor penetrante que según Zenaida era como el del sexo femenino, me imaginé que estaba comiéndome las partes íntimas de Kenia. 

Los tacos me supieron a gloria, bueno a Kenia.

Resignado a la ausencia de la mulata me percaté que de la misma manera como había cultivado la amistad con Kenia, había generado una extraña amistad con Zenaida. 

Viejos los dos, teníamos el mismo lenguaje y apreciación de la vida. Aunque me parecía que Zenaida tenía una tristeza profunda, a pesar de que se mostraba optimista. 

Como caía la noche y Kenia no aparecía, decidí que era la hora de ponerle fin a esa mentira y pedí la cuenta, pagué y me volví a sentar.

Estaba indeciso. Respiré profundo y justo cuando decidí mandar todo al diablo por la ausencia de la mulata, un taxi se estacionó afuera del lugar y de éste descendió Kenia, juvenil, con un vestido corto de una sola pieza de color violeta, llevaba un paño atado a la cabeza que le recogía el cabello y dejaba lucir unas arracadas que podrían ser de oro. Se veía sensual, juvenil y podría jurar que olía a la nana de los tacos.

Zenaida le preguntó: "¿Por qué tardaste tanto? Ya me tenías preocupada."

Kenia contestó: "Compré las cosas que me encargaste y pasé a la estética, pero tenía mucha gente y pues me tardé más."

El taxista empezó a bajar varias cajas y bolsas de mandado. Kenia me miró y su sonrisa directa y expresiva me contuvo. "¿Todavía está aquí?" exclamó. Yo abrí los brazos como recibiéndola todo mareado y sólo pude exhalar un gruñido, por las cervezas y la emoción.

Ella lanzó una carcajada y me cuestionó: "¿Tomó y no me invitó?" Sonreí como idiota y le pedí con señas a Zenaida un par de cervezas más. 

Zenaida ayudó a meter la mercancía a la cocina, luego cerró el comedor y los tres nos pusimos a beber y a escuchar música cantando como dementes. Nunca había sentido un lazo de unión tan agradable como ése. 

Dentro de mi borrachera descubrí que yo pertenecía a ese espacio con esas mujeres.

Cuando regresaba de una de mis visitas al mingitorio, el suelo se me movió y pude ver en cámara lenta cómo el piso se acercaba a mi nariz, mientras que no sentía mis piernas porque habían desaparecido o por lo menos no me obedecían. Ni las manos metí y de pronto, todo se oscureció.

No sé cuánto tiempo pasó, pero al abrir los ojos estaba acostado en la cama de una modesta habitación con Kenia a mi lado. 

Pude percibir bajo la sábana que ella estaba desnuda.
 
La cabeza me daba vueltas e intenté levantarme sin éxito. 

Kenia dormía y dejaba escapar un pequeño ronquido que me pareció un murmullo angelical. La contemplé sin ninguna malicia y me volvía a recostar pensando que aquello podría ser un sueño del que no me quería despertar.

Extendí mi brazo y ella somnolienta o dormida se acurrucó, por lo que nuestras cabezas quedaron juntas.

Me venció de nuevo el sueño. Creo que soñé que en algún momento nos besamos en la boca y nos desnudamos. Creo que soñé que mis labios recorrieron la extensión de su cuerpo y que aún dormido seguía comiendo tacos de nana. Creo que soñé con la noche en que perdí mi virginidad, pero en ese momento no me invadía la curiosidad, como la primera vez, sino que era un deseo ardiente que me quemaba y que yo avanzaba como un jinete con furia para profanar el templo de su cuerpo.

Creo que entre sueños escuché sus gemidos provocados por la acumulación de mi energía dormida y estoy seguro que esta vez los orgasmos que provoqué fueron más de siete.

Creo que soñé que me dormía con más profundidad porque al mediodía me desperté con una sensación de haber descargado  una gran presión acumulada. 

Ella ya no estaba y en su lugar de la cama sólo quedaba un hilito de sangre sobre la sábana blanca.

Me sentí joven y relajado.

Salí al comedor y Kenia y Zenaida se me acercaron. Noté preocupación en el rostro de Zenaida, que contrastaba con la felicidad de Kenia, se veía radiante, con los ojos brillantes y una sonrisa que me envolvía con energía.

Kenia se dirigió a la rockola y puso la canción de "Caballo viejo", regresó a mi lado con una actitud inquisidora. "¿Se acuerda?", me preguntó y tras mi silencio ella misma se contestó: "Es una de las canciones que no dejaba de escuchar usted anoche". Me sentí avergonzado, pero esa canción del venezolano Simón Díaz, interpretada por el cubano Roberto Torres me parece la mejor versión que existe y además me identifico con esa letra, por mi edad.

Zenaida me preguntó: "¿Tomaste alguna pastilla para tener sexo?". Su pregunta directa me ruborizó, moví la cabeza en señal negativa, desconcertado y con sinceridad. 

De pronto, el humo del olvido se fue disipando de mi mente y pude recordar con toda precisión los detalles de la noche anterior: 

En realidad todo lo que creía haber soñado fue verdadero y más intenso.

Recuerdo que le declaré mi amor a Kenia, que ella contestó que también sentía una energía poderosa que la atraía hacia mí y que nunca había sentido por nadie. Le había preguntado a Zenaida si ella se oponía a esa relación y Zenaida sin pensarlo contestó: "A mí no me metan en sus puterías. Si el amor los llama, no se resistan y no se equivoquen porque la vida se vive una sola vez."

Después de seguir cantando y bebiendo comenté que era hora de marcharme, pero Kenia y Zenaida se opusieron por mi estado y las altas horas de la noche.

Kenia dijo que dormiría con Zenaida y que me ofrecía su habitación. Yo no me resistí mucho, aunque la intención de ellas era sincera. Acepté la invitación pero no quería profanar la cama de la chica.

En algún momento ella entró a la habitación con el pretexto de sacar una colcha de su ropero. Se sentó en la otra orilla de la cama y me  preguntó si la había visto bañarse el primer día que nos conocimos.

Le contesté que sí, pero que fue una vista accidental. Ella me explicó que había cerrado bien la puerta, pero que no imaginó que ésta se fuera a caer y que sólo hasta que ingresó al local se dio cuenta de eso y que posiblemente yo la había visto y que se moría de pena.

Sentí una provocación cuando me dijo que le platicara qué había visto yo en esa ocasión en que ella se bañaba debajo del platanal.

Yo empecé a hablar de lo que había visto y de lo que había sentido aquel día y lo hice con tanta pasión que ella me insistía para que siguiera yo hablando y alargara la historia, por lo que se dio vuelo mi imaginación retorcida.

En algún momento ella se puso de pie y empezó a desnudarse para  recrear lo que yo contaba.

Las palabras de Zenaida interrumpieron mis pensamientos: "Preparé unos chilaquiles bien picositos para que se nos baje la cruda", dijo.

Kenia expresó con seriedad su preocupación si no le haría daño el picante porque tenía el presentimiento de que podría estar embarazada.

"Yo creo que tu sentimiento es real", dijo Zenaida y se me quedó viendo con unos ojos inquisidores.

La verdad--dije--, yo también siento una energía extraña, como si fuera a ser padre.

Y no miento al decir que esa sensación es maravillosa, como si un ángel nos hubiera bendecido y nos hubiera entregado un ser para crecerlo y cuidarlo, incrementando nuestra energía vital.

Le prometí a Zenaida que me haría cargo de los daños, en caso de que su hija resultara embarazada. "Con ese propósito pondré en  orden todas mis cosas y mis papeles y si ambas me lo permiten regresaré para vivir aquí al lado de Kenia", dije.

Kenia me abrazó y sonriendo miró a Zenaida en forma aprobatoria. 

El rostro de Zenaida dejó escapar una lágrima. "Está bien--contestó-- la vida es impredecible, pero por algo suceden las cosas." 

Luego, mirándome como si me estuviera regañando, me advirtió: "La única condición será que vas a limitar tu consumo de tacos de nana, ¡No me dejaron dormir toda la noche!" Y luego se rió con franqueza.

Escribo todo esto en mi diario mientras espero la salida del autobús que me llevará de regreso con Kenia y Zenaida, mi nueva familia.

Al escribirlo dejo constancia porque no sé si estoy vivo o estoy muerto o todo esto es un sueño, pero no creo porque me pellizco y el dolor y las manchas me recuerdan que estoy vivo y el sabor de Kenia no se desprende de mi boca.

Ya puse en orden todas mis cosas y papeles y voy de regreso para iniciar una vida nueva porque ahora tengo más fuerzas y un motivo  para vivir.